La mañana se presentaba hiriente de luz solar y frío húmedo, de ese que penetra los huesos.
La helada blanca cubría la llanura y quemaba los últimos pastos del invierno.
Raquel se levantó presurosamente, abriéndose paso entre un par de críos. Encendió el fogón con los dedos entumecidos y luego hizo su pis matinal en la bacinilla con un chorro humeante, ¡casi una burla!
Ramiro, su marido, le hizo una caricia automática en la cabeza con las manos ajadas de peón de estancia. Salió corriendo al patio del rancho y llenó la pava con agua escarchada. La puso encima del fuego a calentar y aprontó el mate.
Mientras, Raquel, revolvía pacientemente la bolsa del pan recogiendo amorosamente los pocos fragmentos de pan que quedaban, miró a su esposo con un sincero gesto de costumbre. Él ni lo notó. No la miraba ya.
La pava negra empezó a humear sobre el fogón. Ramiro la agarró con un trapo para no quemarse y apuró el mate para entrar en calor.
Se sentaron en el piso de tierra bien cerquita del fuego. Raquel tenía los ojos hinchados por la falta de sueño. A la vez que le alcanzaba un pedazo de pan seco a su marido, le preguntó:
-¿Qué hacemos?
-No sé...(un largo y doloroso silencio). Yo, ahora, me voy a la estancia y pido al patrón plata adelantada. No puede ser que no haya cristiano que no se ablande con una criatura...
-Pero, si ya le pediste y te dijo que no...
-Pero voy a volver a intentar... no queda otra. Si no el gurí se nos muere...
Raquel lloraba lágrimas mudas. Hacía rato que el más chiquito ardía en fiebre, días y días. El rancho frío y los trapos para dormir no alcanzaban para calentar a un chiquito de meses. Más la falta de comida. Seguramente por eso se había enfermado. Si al menos aún tuviese leche para amamantar. Pero no. La debilidad los había alcanzado a todos y este invierno parecía ser más crudo que los anteriores en el campo del Paraje La Verbena.
Ambos tomaban mate y tragaban anudando la angustia en sus gargantas. El patrón, su estancia, las vacas todas gordas. Muchas vacas tenía el patrón. Ellos todos flacos flacos. Ramiro se curtía con el sol, el frío, el trabajo y el dolor, de sol a sol, cuidando las vacas del patrón por dos pesos locos de vez en cuando. Y pensar que sus cinco hijos casi no veían la carne. Cansado de ver cómo su familia cortaba el hambre con mate cocido y tortas fritas muchas veces, con aire las más. Le rodó por la mejilla curtida una lágrima mal disimulada. Ya no podía mirar a los ojos esa mujer tan delgada y abatida por el hambre y la amargura trasnochada. Y él, el hombre de la familia, el padre, ni siquiera podía alimentar a los "gurises". Si al menos tuviese unos pesos para llevar al chiquito al pueblo para que lo vea un médico.
Algo se movió bruscamente en el revoltijo de trapos, mantas y críos. Era el más pequeño. Se retorcía en convulsiones por la fiebre.
La madre lo tomó en brazos y lo abrazó tiernamente, tratando de curar todo dolor con su inmenso amor.
-Ya... mi chiquito...ya pasa...
Mas, no fue suficiente.
El esposo se llegó a su lado casi arrastrándose. Una nube negra le atravesaba los sesos de poca escuela y mucha vida castigada. El entendimiento le decía cosas que no tienen palabras.
Dos convulsiones y el niño dejó de respirar.
De rodillas, en el rancho de barro, con su hijo muerto en brazos, los padres rezaron el peor de los silencios en un mundo, para siempre, ausente de Dios.