Ana María había ido a misa como todos los domingos. Aunque ese no era un domingo común. En la misa del fin de semana anterior, en los avisos parroquiales, habían informado que un grupo de la parroquia estaba organizando una campaña para llevarle juguetes y ropa a los niños de escasos recursos de la isla, los hijos de nuestros hermanos pescadores, y así todos pasaríamos una "¡Feliz Navidad!"
Ella, como buena católica, no hizo oídos sordos al llamado del Señor y se puso de inmediato a revolver entre los trastos viejos que tenía amontonados en el depósito de su casa.
Encontró unos cuantos zapatos viejos que se había olvidado de tirar, ropa en desuso de sus nietos y algunos juguetes medio averiados pero, ¡peor es nada!. Esa gente debía estar agradecida con tanta generosidad -pensó-. Así que juntó toda la mugre hallada en una bolsa de consorcio negra y esperó ansiosa el día en que haría su gran acto de caridad.
Ese domingo había amanecido espléndido, con un sol radiante y un calor agradable.
Ana María se levantó temprano para tener tiempo de elegir la ropa, las joyas y arreglarse adecuadamente para la ocasión.
Ya se imaginaba la cara de las otras al verla bajar del auto con semejante bolsa. ¡Se iban a morir de la envidia! Y ella, impecable, obviamente.
Llegó justo a la 10:15 A.M. Quince minutos antes de la Santa Misa. La desilusionó que, al llegar, no hubiese nadie en la puerta más que una mujer escuálida con dos niños, uno recostado en su regazo y otro mamando de su pecho. La mujer escuálida con sus hijos también escuálidos estaba sentada en la escalinata principal pidiendo limosna.
Cuando pasó Ana María a su lado, toda altiva y reluciente en oro como una reina egipcia, la mujer alzó sus ojos lastimosos y le pidió una moneda para poder comprarle leche a sus hijos. A lo que, Ana María, ya iracunda, inquirió desde su altivez:
-¿Y el padre?
-No tienen, doña. Nadie me ayuda.
-¡Cómo no van a tener! -exclamó exaltada- ¡Así que te gusta lo dulce pero no te aguantás lo amargo! Decime, ¿Cuántos años tenés?
-Veinte, doña.
-¿Ves? ¿Ves lo que te digo? Encima sos joven. Yo no te voy a dar nada. Andás de loca pero no te da vergüenza pedir. Andá a trabajar, no seas vaga.
-Es que no me dan trabajo...
Ya Ana María había dado por terminada la conversación y no la escuchaba. Ofuscada entró a la parroquia renegando con la bolsa hasta que vislumbró a los misioneros que estaban recolectando las donaciones y se acercó con una sonrisa enorme en los labios.
Uno de los muchachos recibió la bolsa y la bendijo por su buen corazón.
Misión cumplida, dio media vuelta para ir a sentarse. La misa estaba por empezar y tenía que poner su mejor cara de estampita de Santa Teresita y adecuar sus gestos al rito.
Esta vez, oyó la misa con una satisfacción que no podía explicar. Realmente ella era una mujer de bien y como dijo el sacerdote en el sermón "debemos acordarnos de nuestros hermanos pobres y recordar que Nuestro Señor Jesucristo nació pobremente en un establo". Eso último la enterneció muchísimo. "Sí, todos somos hermanos", pensó y se sintió inmensamente satisfecha consigo misma.
Al finalizar la misa, se acercó a la capilla menor donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento a rezar como hace la gente devota. Se quedó unos reglamentarios 5 minutos para aparentar devoción y se le ocurrió ir a ver cómo había quedado el salón parroquial que habían construido con la cooperación de todos los feligreses gente de bien como ella.
El salón era enorme. Tenía 100 metros cuadrados, con mesas y sillas como para que estén cómodas unas 400 personas, ventiladores de techo, buena ventilación, etc.
Este fin de año, iban a hacer un gran evento social con la gente de la comunidad más destacada. Iba a ser una fiesta importantísima en la que podría codearse con los sacerdotes, el obispo y los más distinguidos apellidos de la ciudad. Al fin tenían un salón acorde a sus necesidades sociales.
Al final del pasillo al costado del salón, que daba al fondo de la parroquia, había un montón de gente haciendo cola y se acercó para ver. Le llamó la atención tanta cantidad de gente en el fondo detrás de la iglesia.
Al acercarse, vio niños descalzos y desnutridos agarrados de sus mamás, hombres asidos a sus muletas, a uno le faltaba una pierna (un excombatiente, tal vez), ancianos y ancianas que no podían casi tenerse en pie. Una viejita con las piernas ulceradas y sin un diente estaba sentada en el piso apoyando la espalda contra la pared. Los demás se acomodaban como podían: parados, sentados, recostados contra el muro. Estaban esperando la comida del comedor comunitario apiñados en el pasillo.
Las mujeres de la cocina les pasaban con indiferencia un mendrugo y un plato de harina de maíz hervida con algunas verduras mezcladas. Nadie hablaba. ¿Para qué?
La mujer con los niños de la escalinata, ahora se encontraba allí y le daba de comer a la anciana de las piernas ulceradas mientras las moscas le revoloteaban sobre las heridas.
Ana María sintió tanta repulsión que salió huyendo. Mientras huía pensó que por suerte el salón estaba bajo llave sino se hubiese podido meter esa gente. También la asqueó la comida, ella ni a sus perros les daría eso.
Para calmarse y aprovechar el sol lindo del mediodía de diciembre, decidió volver a su casa caminando. De camino, vio venir frente a sí a un hombre muy desaliñado según su juicio. Temió que quisiera robarle y cruzó de vereda acelerando el paso.
Por fin llegó a su casa. Se sintió restablecida cuando entró y vio a su marido que la estaba esperando para almorzar. Ambos se sentaron a la mesa y le ordenaron a la muchacha que sirviera el almuerzo.
-¿Llevaste los donativos a la parroquia?
-Sí. Me lo agradecieron muchísimo.
-Eso hace la gente de bien.
Almorzaron alegremente.